
Foto de ALD cortesía Fernando Peláez
No tengo datos claros sobre la vida y muerte de Alfonso López Domínguez. Sólo sé que, en el par de años que me tocó conocerlo (1982-84), sus enseñanzas y ejemplo de cómo organizar un espectáculo dejaron una gran huella en mí. Desde 1984 vivo en EE.UU. y puedo decir que jamás vi un mejor promotor de espectáculos y manager de artistas. Sin embargo, “El Flaco” López Domínguez es un personaje casi olvidado por muchos de quienes lo conocieron y un signo de interrogación para las nuevas generaciones que (si leen esto) deben estar preguntándose “¿Quién carajo es López Domínguez?”
Me embola olímpicamente dar datos biográficos (que no los tengo) sobre gente sobre la que escribo. Lo mío es, simplemente, compartir mis experiencias y visión y esperar que algún día alguien escriba la debida biografía que Alfonso López Domínguez se merece. Pero como tampoco quiero ser un extraterrestre y hacerle las cosas difíciles al lector, acá van datos rapiditos sobre este pionero de la profesión de manager de artistas en Uruguay: fue periodista, empleado público y manager de Tótem y Psiglo, dos bandas emblemáticas de la música popular y el rock uruguayos. Organizó los primeros festivales nacionales de música “beat” en Uruguay y estuvo detrás de los primeros conciertos grandes en la carrera de Jaime Roos, así como el concierto de Los Jaivas en el Cine Plaza en 1982 (iban a presentar Alturas de Machu Picchu, pero la censura militar hizo que tocaran otro repertorio) y el retorno de Opa en el mismo cine en 1981.
“Negritud” es un término que el flaco usaba mucho: era para describir esa onda montevideana de nutrirse de lo negro del candombe y lo oscuro de la milonga, ese género que alguien describió como “el blues de Montevideo”. Esta serie de blogs son, simplemente, mis conversaciones con músicos, periodistas y otras personas que conocieron a López Domínguez. Lo actualizaré ni bien tenga el contenido, las energías y el tiempo para hacerlo, pero no puedo empezar esto sin antes explicar cuál fue mi asociación con López Domínguez.
Lo conocí en 1982, la noche en la que el grupo chileno Los Jaivas iba a presentarse en el Cine Plaza de Montevideo. Yo tenía 18 años, no tenía un peso y llegué al cine sin saber si podría entrar, pero lucía orgulloso mi primer carné de prensa, emitido por La Voz de Paso Molino, Belvedere y Capurro, un semanario (¿o mensual?) barrial para el que colaboraba (ad honorem, de más está decir).
Llego a la boletería y pregunto si habría alguna manera de entrar al concierto como periodista. La chica mira mi carné y, poco impresionada, me dice. “Tenés que hablar con López Domínguez”. “No lo conozco”, le digo. “¿Cómo es él? ¿Cómo lo puedo ubicar?” “Ah, no te preocupes…” me dice la boletera. “Debe estar en el lobby. Nomás mirá a toda la gente y, cuando veas a uno onda jirafa, el más alto de todos, ése es López Domínguez”.
Voy al lobby, miro, y ahí estaba: un flaco altísimo de bigotes, elegantemente vestido con un traje gris y corbata negra. Me acerco, me presento y básicamente repito lo que le dije a la boletera. El Flaco agarró mi carné, lo miró de ambos lados, miró mi foto y me miró de arriba a abajo. Miraba la foto y me miraba a mí. En un momento, muy amablemente, me dice “OK, esperame acá y en un rato te hago entrar”.
Habrán pasado 10 minutos, y el Flaco me ubicó en la planta alta (igual se veía y escuchaba bien). Cuando termina el concierto, me encuentra en la puerta y me pregunta si me había gustado el concierto. Nos quedamos hablando un rato y me pide mi teléfono, “para informarte de algún otro espectáculo y ponerte en la lista”. Le pedí si me ayudaba a hacerle una entrevista al Gato Alquinta, y me dijo que coordinara todo con Eduardo Irigoyen, que era su mano derecha. Al otro día fui a un hotel cerca de la Plaza del Entrevero (¿el Crillón?) e hice el reportaje, mi primer reportaje a un músico (ni recuerdo dónde lo publiqué).
A los pocos días, suena el teléfono en casa. Era López Domínguez, para invitarme a su casa (un cuarto que rentaba en una casa en Ejido y Galicia) “a charlar de música”. En esa conversación telefónica me contó algo que me partió la cabeza: él había sido manager de Tótem y Psiglo, dos de mis bandas favoritas (especialmente Tótem, a quienes adoro hasta el día de hoy). Le cuento orgulloso a mi madre que “el manager de Tótem quiere hablar conmigo” y mi vieja, mi hincha número uno siempre, abrió los ojos asombrada.
Cuando llego a la casa, lo primero que me impactó fueron las paredes de su cuarto: estaban empapeladas con posters de… ¡Menudo! Eran de la época de Xavier, la primera integración en hacerse famosa (yo los odiaba) pero recuerdo que en uno de los pósters ya estaba Ricky Martin. Imagínense: llego onda Tótem, y me encuentro con esto:
No dije nada, pero ya me puse medio en alerta. No tengo pudor en reconocerlo, pero en esa época yo era culpable de la homofobia tan común en el mundo, y Uruguay no era (ni es) la excepción. Muchos homosexuales me paraban en la calle para “levantarme” porque decían que me parecía “a uno de los de Menudo”. Yo me ponía furioso. Y cuando el Flaco me pidió que me acercara para ver la hebilla de un cinturón tejano que había comprado en Houston, Texas, en 1981, noté cómo hábilmente el Flaco bajaba la mano. Yo logré dar un paso atrás y aceleré la charla, concentrándome exclusivamente en la música. No le dije nada y al rato me fui. Nos saludamos cordialmente y quedamos en vernos en otro momento. Pero a mí me había quedado una sensación rara.
Entonces lo llamo a Irigoyen y, con mi uruguayez de la época, delicadamente le pregunto: “Bo, decime la verdad: ¿López Domínguez es puto?” Eduardo dijo que no. Cuando le conté lo que me había pasado, él repetía: “No es puto”. Pero después le contó a López Domínguez y éste me llamó por teléfono para recriminarme por qué no le había preguntado directamente a él. No estaba enojado. El Flaco era un tipo con tremendo sentido del humor, pero le había causado gracia que un pendejo de 18 años se hubiese horrorizado porque un veterano tenía pósters de Menudo en la pared y porque “le había tocado la hebilla”. Ni me reconoció ni me negó nada, pero al final, quedamos bien y me dice: “Oíme: estoy por hacer otro concierto grande y quiero que me ayudes con prensa. ¿Lo tenés a Jaime Roos?”
Yo no era el fan de Jaime que soy ahora, pero tenía sus tres primeros discos; me gustaban todos, pero Aquello, para mí, era una obra maestra, y en poco tiempo saldría Siempre son las cuatro, que era como Aquello pero en esteroides. “Bueno, mirá: vamos a hacer un show con Rada, Falta y Resto y Leo Maslíah en el Teatro de Verano. ¿Te prendés?” “¿Y cómo no me voy a prender?”
Cuando empezó la organización del concierto, el Flaco ya se había mudado de su cuarto en Ejido; ahora vivía (“vivía” es un decir) en un cuartel general instalado en una casa desvencijada que creo que quedaba en Germán Barbato o Hermano Damasceno. Eran las ruinas de lo que había sido un comité del Partido Colorado, si la memoria no me falla, del grupo de [Manuel] Flores Mora o [Manuel] Flores Silva. No había electricidad ni agua, era un desastre, pero ahí se juntaban un montón de chicos jóvenes (los pegatineros), más Irigoyen y dos veteranos más: Quique Introini (que era amigo de mi madre y no sé cómo fue a dar ahí) y un pelado de apellido Reyes, que sugirió que el show se llamara “Falta y Resto al candombe”, pero el Flaco lo vetó: “Mmmm… Me suena mucho a ‘tallarines a la marsala'”.
[Aclaración de Eduardo Irigoyen vía Facebook: “Un detalle: la casa tenía electricidad y agua, pero a veces la cortaban porque no daba para pagar. El club era del Partido Colorado, pero pertenecía a una pequeña agrupación batllista que en las elecciones internas de 1982 le faltaron menos de 10 votos para sacar un convencional. No era ni de Flores Mora ni Flores Silva. Se llamaba Agrupación Batllista para el Cambio. Eran amigos políticos del Flaco y él les dio una mano en la campaña del ’82”.]
Al final, López Domínguez optó por la cortita y al pie: Rada-Roos-Maslíah. (En un momento de la organización, el Flaco me manda a hacer no sé qué cosa a un local que el comerciante Charles Loewenstein tenía en una galería cerca de la Plaza del Entrevero, y cuando Charles me ve, sonríe socarronamente y me dice “Ah… ¿Vos sos uno de los amiguitos de López Domínguez…?” En el momento no caí; ahora caigo. Le hubiese dicho: “Sí, soy. ¿Y?”)
Desde esa casa en ruinas, el Flaco y su equipo planeaban los comunicados de prensa y a quién enviárselos; las pegatinas en toda la ciudad; se diseñó el afiche (dos angelitos blancos y uno negro en el medio) y se coordinaba la actividad en las radios, diarios y TV.

Cortesía Eduardo Irigoyen
Además, de vez en cuando llegaban cassettes (en lugar de cartas) que Jaime Roos le enviaba al Flaco desde Holanda, donde le expresaba cosas como “yo quiero trabajar contigo porque sos el mejor organizador de conciertos del Uruguay”. A veces el Flaco me hacía escuchar partes de esos cassettes, y fue en esos encuentro que descubrí la brillantez de la mente de Jaime y, sobre todo, su profesionalismo. “¿Ves?” me decía el Flaco. “[Jaime] no solamente hace música, sino que la defiende y entiende que no se trata de un disco o una canción, sino de una carrera; la tiene clarísima”. (Muchos años después, Gustavo Santaolalla le diría exactamente lo mismo a un joven León Gieco: que no se trata de un disco, solamente, sino de una carrera y uno debe tener mucho cuidado con los pasos que da)
Fue en ese cuartel general que el Flaco me dijo algo que jamas olvidé: “Todos los conciertos deben tener un motivo”. El motivo principal era que toda banda debe tener un disco. López Domínguez era enemigo acérrimo de “tocar por tocar”, o simplemente tocar para hacer plata. Todo artista debía, primero, concentrarse en hacer un buen disco, inundar los medios de prensa con el disco por varios meses y recién ahí, después de “comer arroz” por un tiempo (como le pasó a Tótem), hacer buenos conciertos con entradas agotadas.
En el “cuartel general” yo notaba que, de vez en cuando, El Flaco intercambiaba miradas con alguno de los chicos y desaparecía por horas en uno de los cuartos de la casona. En un momento lo encaro a Irigoyen y le digo: “Entonces, ¡es! ¡Vos me dijiste que no era!” Mi pelotudez no tenía límites. Irigoyen me dio una respuesta perfecta: “Vos me preguntaste si era ‘puto’. ‘Puto’ no es. Quizás sea homosexual, pero ‘puto’ no es. El Flaco es un caballero. Si tenés alguna duda o te molesta algo, decíselo a él”.
Nunca le pregunté nada. “Ibargoyen” (como lo llamaba el Flaco) tenía razón: López Domínguez no sólo fue un caballero conmigo y todos los que lo rodeaban, sino que fue una de las mentes más brillantes (y excelente periodista, cuando tenía ganas) que conocí en mi vida.
Debajo del inmenso mapa de Montevideo que el Flaco tenía en la pared para organizar bien la pegatina (y que usaba para decirnos por qué era importante concentrarse en un barrio y no en otro), uno de los pegatineros le dijo. “Flaco, son las 10 de la noche y todavía no comí nada”. En la casa había una garrafa (supergas, creo que se llamaba; perdón, yo hacer muchos años que vivir en EE.UU. y olvidarme de los nombres) donde se cocinaba el único menú que recuerdo: papas fritas con huevos fritos. Eso era lo que comían todos… cuando se comía. El Flaco inmediatamente le dio su plato al pegatinero, con la condición de que, ni bien comiera, siguiera con la pegatina.
El show, finalmente bautizado como “Rada-Roos-Maslíah”, fue un éxito, pero el Flaco no vio un mango. O sea: vio, pero no era ni cerca lo que merecía. En medio de la organización, el Flaco se enteró que el promotor Edmundo San Martín había hecho no sé qué cosa (creo que le había negado una entrada a un amigo de él, aunque Irigoyen lo recuerda de otra manera) y fue hasta el Palacio de la Música y le pegó un piñazo.
Hasta que dejé Uruguay el 1 de febrero de 1984, me habré juntado con el Flaco decenas de veces en su casa, en la mía o en algún restaurante. Yo lo invitaba de vez en cuando y él se afeitaba y se vestía con su veintiúnico traje (el de siempre) y hablábamos horas (al escribir este blog me rondó en la cabeza el título “Los portones del señor López Domínguez”, en clara alusión a Las puertitas del Señor López, la historieta de Altuna, pero también la podría haber llamado “El lungo del trajecito gris”). En una de mis últimas noches en Montevideo, decidí hacerle un reportaje de casi dos horas. El cassette se extravió en algún rincón del Este de Texas, pero por suerte Fernando Peláez, autor de De las Cuevas al Teatro Solís, hizo un reportaje similar cuya transcripción gentilmente me cedió.
Para leer el testimonio en primera persona de Alfonso López Domínguez, vayan a la siguiente página. Es imperdible.
me emociono mucho el articulo, tuve la gran suerte de conocer al “flaco”
me trajo muchos recuerdos lindos, fue un buen amigo y gran consejero
saludos desde Uruguay.
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